martes, 14 de marzo de 2023

Rosas: Estampa del caudillo no aprobada por la historia oficial

Retrato de Juan Manuel de Rosas. 
Autor: Monvoisin, Raymond Auguste Quinsac
Museo de Bellas Artes. 

"Rosas y la República Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente; él es el que es, por ser argentino; su elevación se supone la de su país; el temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia, no son rasgos suyos, sino del pueblo, que él refleja en su persona”. Juan Bautista Alberdi, “La Argentina treinta y siete años después de la revolución de Mayo”. Valparaíso 1847.

Escribe: A. Gonzalo García Garro

Juan Manuel de Rosas nació en Buenos Aires, el 30 de marzo de 1793, y murió en Southampton el 14 de marzo de 1877. Recordando lo obvio, resalto que es la figura sobre la que más se escribió históricamente. Y casi siempre refiriéndose mal a él, por ser el gran maldito de la historia oficial mitrista. 

¿Pero qué decir de Rosas si queremos hacer una breve semblanza que escape del relato de odio que narraron y escribieron los vencedores de Pavón y Caseros?

Considero equivocada a la interpretación de la historia hecha en función de los grandes hombres. Fabricar una historia de héroes y antihéroes como sujetos separados de la trama histórica es justamente lo que hizo la historia oficial: ocultar y excluir de la misma a la sociedad, a los movimientos populares, a la realidad económica y geográfica que son las variables en que asientan los hechos históricos.

Pero Rosas es un temperamento que le da a la historia argentina una impronta especial ya que sus propios rasgos, su persona, como señala Alberdi en el epígrafe, representan al pueblo argentino: “Rosas y la Republica Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente...”. Por lo tanto, antes de proseguir conviene volver los ojos aunque sea por un instante sobre la singularisima personalidad del hombre que pondrá su sello a un cuarto de siglo de nuestra historia.

Rosas nunca había creído que su destino fuera la política. La tenía como actividad urbana, cosa de ciudad, de reuniones de doctores. Él era de otra “madera”: buscaba el campo, la soledad y el trabajo. Desde muy niño rehuyó a la casona urbana de su familia. Prefería apegarse en la estancia donde eran suyos los caballos, la gente, y el mismo horizonte.

Su escuela fue el campo y todo lo que esto significa: aprendió las lecciones de la naturaleza, escuchó narraciones fabulosas de gauchos, jugaba con los niños indios arriesgadas partidas donde la astucia y la paciencia daban el triunfo. Fue jinete y domador, según se cuenta, el mejor de todos. Comprendió la pampa y sus habitantes.

Sus padres, ilusionados en su inteligencia y laboriosidad le planearon el porvenir que correspondía a todo “joven decente”: la Universidad en Charcas o el comercio como dependiente en una tienda. No quiso abandonar el campo y prefirió administrar la estancia paterna y las de sus parientes los Anchorena. El crecimiento de su patrimonio fue  vertiginoso: su afición a las tareas rurales, su incansable actividad, y el ascendiente que tenía sobre gauchos e indios le abrieron las puertas del éxito, a los dieciséis años trabajaba por su cuenta y a los veinte había cubierto el sur de la pampa de estancias prósperas y atesorado la fortuna más sólida de la provincia.

Eran los años del librecambio impuesto por los ingleses en 1809, los negocios pecuarios prosperaban mucho, los ingleses se llevaban el cuero y el cebo de la pampa si bien a un precio muy inferior a la cotización efectiva. Rosas extiende su estancia y funda saladeros. Crece mas allá de la frontera valiéndose del ascendiente que tenía sobre los pueblos originarios y el conocimiento de sus idiomas. Es para esta época que escribirá una “Gramática” pampa, algunos “Vocabularios” y un “Diccionario”. El joven estanciero aficionado a escribir vuelca todos sus conocimientos en las “Instrucciones para los mayordomos de estancia” que el mismo cumple y hace cumplir estrictamente.

Para este tiempo su fama se acrecienta, es ahora el “Señor de los Cerrillos” (nombre de su principal establecimiento), amo indiscutido de vidas y haciendas en el sur provincial cuyo consejo y apoyo buscan todos los vecinos y también los porteños de la ciudad.

Su primera aparición pública en la política la hace forzado en la búsqueda del orden que lo obsesionaba. En 1820 marchará al frente de los Colorados del Monte para sofocar una revolución federal que había destituido al gobernador. Es hombre de trabajo y orden. Pero los dictatoriales y unitarios lo decepcionan, en especial Rivadavia del cual se distancia. No comparte los desaciertos de la oligarquía portuaria como la persecución a los pueblos originarios, la desunión nacional, el exilio de San Martín, la desintegración de la Nación, la constitución de 1826, y el desastre diplomático de la guerra con el Brasil. El fusilamiento de Dorrego en 1829 lo pone en escena nuevamente, y esta vez definitivamente es arrastrado a la política por las circunstancias y termina encontrando en ella su verdadera vocación, consagrándose a ella con todo el impulso de su voluntad. 

Mucho se ha escrito sobre su forma personal de gobernar, su omnipresencia en todos los actos de gobierno, su infatigable dedicación. Esta laboriosidad sin tregua que aparentemente se puede suponer una virtud, era en realidad el reflejo de uno de sus más graves problemas: su absoluta soledad en la gestión. El drama argentino comenzaba a reflejarse: la carencia de una clase dirigente. Estaban las condiciones dadas: un gran pueblo ansioso de independencia y un gran jefe que comprendía ese pueblo y lo conducía. Pero no basta, una persona sola, por grande que sea su laboriosidad, inteligencia y penetración de los negocios públicos no puede sustituir la labor coordinada de un equipo de hombres y mujeres capaces y patriotas.

Su sistema de trabajo solitario era agotador. Trabajaba desde el mediodía hasta las tres de la mañana sin pausa ni descanso, fatigaba tres turnos de cuatro escribientes y todo pasaba por sus manos. Absolutamente todo. Desde la correspondencia diplomática hasta el más intrascendente trámite administrativo. Desde las notas de los gobernadores hasta los más insignificantes temas policiales. No hay duda que veinte años de ese trabajo lo perjudicaron física y mentalmente como el mismo lo decía.

En el Restaurador laborioso, leal, arrogante, justiciero, temerario, se plasmaron, no cabe duda, las mejores posibilidades de la “raza gaucha”. Pero también los peores defectos de los argentinos: el personalismo que lo hacía asumir toda tarea, su imposibilidad de delegar; la obstinación que le impedía no retroceder “ni un tranco e’ pollo” según su expresión y la pasión por el azar que lo hacia jugarse entero en cada oportunidad.

Un gran pueblo y un gran jefe no alcanzan para consolidar un gran proyecto político. Es ineludible la presencia coadyuvante de una clase dirigente que Rosas carecía. La clase dirigente argentina, los posibles colaboradores eficaces, los intelectuales, los cuadros políticos que son inevitables para la construcción de un proyecto estaban en el exilio, en Chile, Uruguay o Europa conspirando con el extranjero para invadir su propia Patria. Esa fue la carencia de Rosas y una de las causas de la tragedia argentina, que lamentablemente se repetirá en nuestra historia.

Jugó su fama, su fortuna y su honra por la Patria y por el pueblo de la Confederación. Solo. Fue derrotado en Caseros por una coalición extranjera aliada a Urquiza. Murió en 1877, en el exilio, pobre y calumniado, igual que San Martín. Pidió que sus restos descansen en su pampa nativa cuando “el gobierno argentino reconozca mis servicios”. Los argentinos y argentinas demoramos más de cien años en reconocer institucionalmente sus servicios.

Para concluir, un pequeño abordaje sobre las condiciones intelectuales de Rosas. Existe una opinión muy difundida, que encuentra sus raíces en la historiografía liberal sobre la pobreza de erudición e intelectual de Rosas y su ignorancia. O, es un lugar común y reiterado, presuponer un carácter totalmente empírico a la formación política e ideológica de Rosas tal vez basado en su perfil de “estanciero”. Ambas opiniones son falaces y funcionales al aparato de la cultura oficial.

Autoridades como Enrique Barba, Fermín Chávez y Arturo Sampay han escrito claramente al respecto. Y aunque sus valoraciones sobre Rosas son distintas, todos ellos coinciden en la existencia de algo más que una formación empírica, rural y vacuna.

Según el historiador y constitucionalista Arturo Sampay, en su obra “Las ideas políticas de Juan Manuel de Rosas”, la influencia doctrinaria principal en el pensamiento político del Restaurador fue la lectura de “Ciencia de Gobernante”, de Gaspar Real de Curban, (1682-1762), consejero de la corona francesa y teórico de la monarquía absoluta. Es reputado como un verdadero maestro de las doctrinas de la Ciencias Política del Siglo XVII, que hace especial hincapié en el gobernante absoluto como pieza clave de la realidad política. Por otra parte, la obra de Curban preanuncia a los autores de la “Ciencia Política de la Reacción”, en la que es fundamental la Sabiduría del Gobernante que es considerada una virtud como igualmente su capacidad de Conducción. Esta doctrina es una respuesta a los racionalistas ilustrados, pues estos suplantan la “conducción” política por la “norma” jurídica y al conductor político por el intérprete de códigos jurídicos. En una palabra; el criterio “racionalista ilustrado” subordina el “orden Político” al “ordenamiento escrito jurídico constitucional” como previo y necesario.

Así se explica el constitucionalismo ideal como forma previa y prioritaria para los “ilustrados” dieciochescos, los liberales decimonónicos y sus confesos discípulos: los “unitarios rivadavianos” e incluso los “románticos del treinta y siete”, en verdad más afrancesados que románticos.  Pero también hubo, en el Río de la Plata, estudiosos de las doctrinas de la conducción política, Rosas entre ellos, conocedores de Aristóteles, Cicerón, Real de Curban y Burke, para quienes constituir idealmente primero, y ordenar la realidad política después resultaría tan disparatado como, en el campo, atar el buey detrás del arado.

La “Carta de la Hacienda  de Figueroa”, concebida por Rosas como un “memo” o “instructivo” para que Quiroga acuerde con los gobernadores del interior sobre el tema de un congreso constituyente durante la crisis de 1834 es en  realidad  un verdadero manifiesto razonado sobre la forma y oportunidad en que se debe constituir el país. 

En esta pieza angular del pensamiento político de Don Juan Manuel de Rosas se puede apreciar su sólida formación política. Y queda muy claro que, junto a la capacidad práctica del Restaurador coexiste una base de lecturas y reflexiones, tal como se puede advertir en todos sus escritos, fundamentalmente en los producidos durante su etapa pública.

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